martes, 17 de julio de 2012

El Camino de la Perdicion.

No existe el camino de la redención. Tal axioma se repetía una y otra vez en la cabeza de Miguel. Mientras avanzaba por los caminos pedregosos con las botas rotas y la ropa manchada de sangre, sudor y barro. Extinto caballero calatravo y descendiente de templarios ibéricos, continuó andando mientras Granada ardía tras él. La jornada había concluido con la entrega en vasallaje de Boabdil a sus patrocinadores, los Reyes Católicos. Tras ocho siglos de dominación árabe, sólo la reunión de las fuerzas de Castilla y Aragón en un matrimonio tan polémico cómo efectivo, había logrado la suficiente compenetración cómo para darle la puntilla definitiva a las fuerzas almohades. Miguel soltó sus correajes y dejó caer su pesada espada clavándola en la tierra. Miró a aquella hoguera inmensa en la que los cristianos viejos se encontraban "evangelizando" a las moras y pasando por la cuchilla a los moros a los que no se les había concedido permiso para abandonar la ciudad rumbo al exilio. Sintió un escalofrío. No existe el camino de la redención.

La Noche del Abismo.

Escupió sobre aquella tierra en la que se había aposentado. Se sentó en una enorme piedra que franqueaba el camino que se alejaba desde la capital de las últimas tierras árabes de la península hacía el mar, a los puertos de Shalubanya y Motril. Se quejó al aflojar los pesados correajes de cuero guarnecido que se habían fusionado con su piel traspasando el jubón y apretándose contra su piel cómo una parte más de su cuerpo. La carnicería de la mañana se presentaba ahora ante sus ojos en la anochecida con caras y gritos. Ojos desencajados, gritos en lenguas que no comprendia, sangre, sudor. Zarpazos de acero que cercenaban partes blandas de cuerpos que, cómo el suyo, se encontraban en el campo de batalla defendiendo lo indefendible. Buscando la Redención. Buscando el perdón. No se sentía perdonado. Se sentía a las puertas del Infierno, de aquel que le abocaba la masacre en la que, cómo capitan de las huestes de Castilla, se había implicado. No habia encontrado gloria, sólo muerte, el mayor pecado que se puede presentar al creador.

Ahora, derrotado, recordaba las palabras de su mentor. El prior de la Encomienda de Martos le había ilustrado en que la muerte del infiel redundaba en la gloria del fiel cristiano. El nunca estuvo demasiado confiado en que la muerte, en el modo que fuera y enfocada sobre cualquier ser humano fuera justificable ante cualquier Díos. Aún así, sospechoso de judaizante por los tratos que su abuelo se traía en Toledo no dudó en convertirse en capitán de la expedición que las encomiendas de Xauen aportaban a la causa de Fernando el Católico, gran maestre de la Orden. Así lavaría su apellido, justificaría su existencia y vengaría la razzia en la que un grupo de moros descontrolados se habían internado en zona cristiano y sometido a sangre y fuego su propiedad, una parcela en la que habían violado y decapitado a su mujer y sus dos hijas. El abismo se abría ahora abrazándose a él con la oscuridad y el frío propio de enero. Miró hacía la luminosa urbe y vió que algunas personas y caballerías se acercaban en su dirección.

La Huida hacia adelante.

Tomó su espada y notó cómo se le erizaba la piel. No sabría decir si era miedo, ansiedad o hartazgo de una guerra que nole había dado ni la redención ni mostrado el camino hacía los seres queridos perdidos, sino al infierno personal. Miró fijamente en la noche y vió que era un conjunto de una veintena de jinetes con algunos carros. Quienes guiaban parecían ser cristianos, pues entre murmullos de entendía una suerte de jerga parecida a su propio idioma. Conforme se acercaban se iban dejando ver las ricas guarnicionerías de las monturas, constituidas casi en exclusiva por caballos blancos de raza árabe, muy apreciados por los ejércitos europeos. Cuando repararon en él el que capitaneaba la corta y furtiva expedición detuvo a sus hombres y se adelantó. Miguel apretó con fuerza su mano en torno a la rayada empuñadura de su espada sin sacarla de la tierra en la que firmemente la había clavado. El guía de la expedición se acerco a tiro de honda y después con la precaución debida se acercó a pie. Miguel apretó los dientes y la mano, pero algo le decía que no suponía una amenaza para su persona.

Aquel estaba primorosamente vestido, con vestidos moraizantes. Parecía un alto cargo de la corte de aquel al que habían derrotado. Se inclinó levemente y saludó. No dijo nada. Miguel se sintió confuso. No supo que hacer y saludó cómicamente sin saber a que atenerse. Al lado de aquel personaje se había presentado otro más joven con una antorcha. Ambos hombres, gentes de armas y curtidos en el campo de batalla se miraron fijamente sin hablar. Aquellos no parecían querer atacarle y no percibió peligro en una caravana que adivinaba llena de mujeres, por los ruidos que de los carruajes escapaban. Supuso que eran huidos de cierto rango y se le pasó por la cabeza exigirles apremio por dejarles marchar. No, ese no era el camino de la redención. Un hombre bajó de su carruaje y postrándose mientras miraba a la tea prendida que era Granada soltó un quebranto que resonó con fuerza en los lugares circundantes. Miguel soltó su espada y reconoció el pabellón que portaba un hombre joven, sin duda alférez de aquel personaje, último Rey moro de Granada, Boabdil.

Redención, Calvario, Exilio.

Una mujer mayor se acercó a aquel lamento humano. Le impricó algo y después retornaron ambos a los carruajes. Aquel sería el último lugar desde que vieran la urbe, capital del extinto reino desde hacía casi tres siglos. El Suspiro del Moro sería el nombre que acogiera aquel lugar, altozano en dirección a la Alpujarra a partir de entonces. No hubo más palabras. Él no hizo gesto alguno por detener la expedición. Los conductores y capitanes de la misma no hicieron nada por agredirle y tras un escueto saludo de cabeza, aquellos retornaron a su posición continuando su cabalgar hacía el Sur mientras Miguel, calatravo, capitán de las huestes de Martos al servicio de sus Señores los reyes recogió su espada. Granada seguía ardiendo y la sangre correría toda la noche hacía el Darro, dándole para siempre su carácterístico color rojizo, manando de vez en cuando brillantes pepitas de oro en las que quedarían impresas las almas de aquellos que quedarían en la ciudad para siempre. No, en verdad y no lo encontraría, no existe el camino de la Rendición, pero claro es y así lo penso mientras la fantasmal comitiva se perdía en la noche, el camino de la Perdición.


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1 comentario:

Anónimo dijo...

Todo tiene su principio y su fin.... Quizás ahora estemos ante nuestro fin como nación

Darle Caña a ésto: